“No quiero empezar esta carta con un reclamo,
ni con una lágrima de rabia, ni siquiera con lamento bajito de mi corazón hecho
trizas…”
Cuando
ella empezó a escribir, las palabras no fluían como quería. Todo parecía
forzado. Anotaba en su cuaderno rojo frase por frase y luego garateaba encima
para borrar lo que había escrito, y lo hacía con tanta fuerza que parecía que
no solo quería tacharlo en la hoja, sino también en sus labios, en sus
pensamientos, en su mirada, en su mente, incluso en sus sueños. No podía
encontrar una posición cómoda para la lapicera que había comprado especialmente
para este momento que se había dado un año después de todo ese luto
autoimpuesto. Entre sus dedos largos se perdían los hilos de su pensamiento,
así como los dibujos erráticos que arañaban los bordes de las hojas en blanco,
así también se perdían las líneas azules de la tinta líquida que parecían
sangrar de sus propias uñas.
Ella
sentía que era necesario abandonarlo todo y dejarlo atrás como lo que había
sido, un amargo sueño que se había podrido en el camino, como si fuera una
manzana a medio morder que alguien olvidó en la banca de un parque, oscura,
mohosa, con los tenues dibujos de unos dientes desviados. Así había sido todo.
Una canción triste que no quería volver a cantar, pero que no podía quitarse la
tonada nunca. Esa historia que quería arrancarse era el reggaetón que se
escuchaba en la combi cuando vas de un lado a otro de la ciudad. Ese que
repiten como 3 veces en 20 minutos y se te pega en la cabeza hasta que te
quieres arrancar los sesos. Ese que es tan horrible que no hallas otra forma de
olvidarlo que cantándolo a voz en cuello para sudarlo como una gripe.
Alzó los
ojos al techo de su habitación y después de un largo suspiro, algunos minutos
en silencio y un juego de miradas con la araña muerta que colgaba de un
costado, decidió levantarse de la cama, dejar de escribir en el cuaderno y
salir a dar un paseo por la calurosa tarde llena de luz y de niños jugando en
cada esquina de ese apretado barrio en el que las casas parecían estar
construidas unas sobre otras sin ningún diseño, como quien apila cajas de
zapatos. Los niños se mezclaban con los jardines, los gritos con los aullidos
de los perros, la alegría de esos críos con su propia amargura.
Allí,
caminando, se fijó que no era para tanto el detestar a los niños. Alguna vez
había querido tener uno o dos… un par de mellizos para torturar con trajes
iguales y peinados ridículos. A uno le pondría un arete en una oreja y al otro
en la otra. Uno vestiría de azul y el otro de rojo. Ambos llevarían una
cadenita en la mano izquierda con sus nombres para que no se pierdan, para que
tengan algo que les pertenezca y, en secreto, para no confundirlos porque
serían gemelos idénticos.
Apenas
una sonrisa escapó de sus labios como un pajarillo que volaba al infinito.
Después
de unos cuantos pasos bajo el sol, no hizo más que abrir su sombrilla, acomodarse
los lentes oscuros y ponerse un cigarrillo entre los labios. Había dejado de
fumar hace un año, pero no perdía la costumbre. No lo encendía, solo lo dejaba
allí, que se pegara a la piel y luego arrancarlo con fuerza para ver como se le
abrían las grietas que sangraban para mojar la colilla húmeda.
“Si tuviera que tomarme el tiempo para
escribirte… lo haría mientras camino…” pensó secamente. Miró a los niños. Recordó a
los hijos que no tendría. Se le hizo un nudo en el estómago. Frunció el ceño y
siguió caminando. “Mis ideas fluyen más
fácilmente mientras camino, pero huyen de mis manos en cuanto me siento a
pensar en ti… Es como una peste. Como una enfermedad… puedo verte en todas
partes pero no en mi propia cabeza. Casi no recuerdo tu voz, pero puedo oírte
en todas las personas que me hablan”.
‒
¿Señora, me puede pasar esa pelota? – escucha ella. Se gira, mira al
mocoso y se levanta los lentes oscuros. Casi lo fulmina con la mirada.
‒
¿Qué pelota? – le dice ella secamente.
‒
La que está allí… a su lado… - el niño no tendría más de 11 años. La
miró confundido un instante y luego adelantó un par de pasos hacia ella.
“No soy señora…” pensó nuevamente. “Jamás lo seré…”
Bajó la
vista y en su pie estaba apoyado un balón de futbol, de cuero, de esos que
están hinchados por todas partes de lo viejos que son y de lo pateados que
están. Recordó levemente a sus primos en su infancia, jugando con uno de esos y
ella, pequeñita pequeñita, tapándose las orejas cuando los reventaban de una
patada contra la pared del canchón.
“Tú no querías que nadie me llamara señora.
Pero como te reías diciéndomelo todo el tiempo. Cada vez que sonreías, era como
estar bajo el sol y yo no me quemaba…” Pensó ella mientras le daba un empujoncito a
la pelota con el pie hacia el chiquillo despeinado y tostado por el sol que la
miraba expectante. La pelota rodó lentamente hasta estar en los pies del niño
que le sonrió murmurando un gracias entre dientes y se daba la vuelta para
correr con sus amiguitos. Se giró apenas y se despidió con una mano. “Y cada despedida, te girabas tres veces a
verme antes de llegar a la esquina de mi casa. En cada una levantabas la mano,
me decías chau con los labios, me mandabas un beso volado y seguías caminando
mientras ensayabas algún paso de baile que te acababas de inventar…”
El niño
se giró hacia sus amigos y siguieron jugando. Ella se acomodó los lentes en la
cara. Se abanicó apenas porque el aire estaba pesado y el sol caía
incandescente sobre el suelo de cemento. El ambiente era casi irrespirable y
con el cigarro en sus labios, sintió el deseo de tener un fósforo para
encenderlo, fumar profundo, botar esas bocanadas de aire y dibujar aros.
“No puedo quejarme… Yo misma no he sido fiel
a mis propias emociones. Cada vez que te recuerdo siento que algo se parte
dentro, así que he mantenido hasta tu nombre apartado de mí. He eliminado a
nuestros amigos, me aparté de tu familia e incluso de la mía para evitar que me
pregunten por ti. Mantuve en secreto todo este tiempo como estaba y hasta me
cambié de ciudad, inventando que había conseguido un trabajo mejor pagado… pero
me engañé… engañé a todos.”
Se sentó
en una banca del parque. Se quitó la bufanda que cubría su cuello solo para
mirarse a sí misma esa enorme y fea cicatriz que cruzaba parte de su mentón y
se hundía por en medio de su pecho. Solo para recordarse que esa noche ella
conducía y él iba detrás, hablando por teléfono. La moto tambaleó un par de
veces con duda y ella solo podía mantener el control apenas. Frenó suavemente
para decirle que debía dejar de hablar al celular a quien sea que le llamaba
porque eso la ponía nerviosa. Él se rió y guardó el teléfono. La abrazó por la
espalda mientras ella retomaba la marcha… Ninguno de los dos reparó en los
agujeros de la pista ni en el camión que cruzaba el óvalo. Ninguno de los dos
tuvo tiempo de una palabra más…
“No soy señora…” Volvió a retomar sus
pensamientos mientras pasaba a los niños jugando con la pelota y cedía por fin
a entrar a una tienda a comprar cerillos. “Jamás
lo seré…”. Ella apretó los dientes en cuanto entró a la tienda para mirar a
la dueña que veía una novela tonta en televisión. La mujer se giró hacia ella y
le miró con media sonrisa amable. Ella se obligó a sí misma a hablar. A pedir algo
en voz alta. Casi no reconocía su propia voz. Pagó. Salió fuera. Encendió un
cerillo y prendió su cigarro mientras se alejaba de los críos que gritaban un
gol fallido y los otros se quejaban.
“No tendremos hijos… ni un departamento en la
cima de un edificio, con terrazas gigantes. No cantaré jamás… y tú no tocarás
la guitarra… y todo, absolutamente todo es tu culpa…”
Fumó
profundo mientras se alejaba con una nube negra sobre su cabeza que
relampagueaba y llovía mientras todo a su alrededor era sol y verano. Debajo de
la sombrilla solo estaba la bruma del humo de cigarro, que la rodeó como si la
extrañara por todo ese año que no había vuelto a fumar.
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