lunes, 7 de diciembre de 2020

2- Corazón Roto

 

“No quiero empezar esta carta con un reclamo, ni con una lágrima de rabia, ni siquiera con lamento bajito de mi corazón hecho trizas…”

Cuando ella empezó a escribir, las palabras no fluían como quería. Todo parecía forzado. Anotaba en su cuaderno rojo frase por frase y luego garateaba encima para borrar lo que había escrito, y lo hacía con tanta fuerza que parecía que no solo quería tacharlo en la hoja, sino también en sus labios, en sus pensamientos, en su mirada, en su mente, incluso en sus sueños. No podía encontrar una posición cómoda para la lapicera que había comprado especialmente para este momento que se había dado un año después de todo ese luto autoimpuesto. Entre sus dedos largos se perdían los hilos de su pensamiento, así como los dibujos erráticos que arañaban los bordes de las hojas en blanco, así también se perdían las líneas azules de la tinta líquida que parecían sangrar de sus propias uñas.

Ella sentía que era necesario abandonarlo todo y dejarlo atrás como lo que había sido, un amargo sueño que se había podrido en el camino, como si fuera una manzana a medio morder que alguien olvidó en la banca de un parque, oscura, mohosa, con los tenues dibujos de unos dientes desviados. Así había sido todo. Una canción triste que no quería volver a cantar, pero que no podía quitarse la tonada nunca. Esa historia que quería arrancarse era el reggaetón que se escuchaba en la combi cuando vas de un lado a otro de la ciudad. Ese que repiten como 3 veces en 20 minutos y se te pega en la cabeza hasta que te quieres arrancar los sesos. Ese que es tan horrible que no hallas otra forma de olvidarlo que cantándolo a voz en cuello para sudarlo como una gripe.

Alzó los ojos al techo de su habitación y después de un largo suspiro, algunos minutos en silencio y un juego de miradas con la araña muerta que colgaba de un costado, decidió levantarse de la cama, dejar de escribir en el cuaderno y salir a dar un paseo por la calurosa tarde llena de luz y de niños jugando en cada esquina de ese apretado barrio en el que las casas parecían estar construidas unas sobre otras sin ningún diseño, como quien apila cajas de zapatos. Los niños se mezclaban con los jardines, los gritos con los aullidos de los perros, la alegría de esos críos con su propia amargura.

Allí, caminando, se fijó que no era para tanto el detestar a los niños. Alguna vez había querido tener uno o dos… un par de mellizos para torturar con trajes iguales y peinados ridículos. A uno le pondría un arete en una oreja y al otro en la otra. Uno vestiría de azul y el otro de rojo. Ambos llevarían una cadenita en la mano izquierda con sus nombres para que no se pierdan, para que tengan algo que les pertenezca y, en secreto, para no confundirlos porque serían gemelos idénticos.

Apenas una sonrisa escapó de sus labios como un pajarillo que volaba al infinito.

Después de unos cuantos pasos bajo el sol, no hizo más que abrir su sombrilla, acomodarse los lentes oscuros y ponerse un cigarrillo entre los labios. Había dejado de fumar hace un año, pero no perdía la costumbre. No lo encendía, solo lo dejaba allí, que se pegara a la piel y luego arrancarlo con fuerza para ver como se le abrían las grietas que sangraban para mojar la colilla húmeda.

“Si tuviera que tomarme el tiempo para escribirte… lo haría mientras camino…” pensó secamente. Miró a los niños. Recordó a los hijos que no tendría. Se le hizo un nudo en el estómago. Frunció el ceño y siguió caminando. “Mis ideas fluyen más fácilmente mientras camino, pero huyen de mis manos en cuanto me siento a pensar en ti… Es como una peste. Como una enfermedad… puedo verte en todas partes pero no en mi propia cabeza. Casi no recuerdo tu voz, pero puedo oírte en todas las personas que me hablan”.

            ¿Señora, me puede pasar esa pelota? – escucha ella. Se gira, mira al mocoso y se levanta los lentes oscuros. Casi lo fulmina con la mirada.

            ¿Qué pelota? – le dice ella secamente.

            La que está allí… a su lado… - el niño no tendría más de 11 años. La miró confundido un instante y luego adelantó un par de pasos hacia ella.

“No soy señora…” pensó nuevamente. “Jamás lo seré…”

Bajó la vista y en su pie estaba apoyado un balón de futbol, de cuero, de esos que están hinchados por todas partes de lo viejos que son y de lo pateados que están. Recordó levemente a sus primos en su infancia, jugando con uno de esos y ella, pequeñita pequeñita, tapándose las orejas cuando los reventaban de una patada contra la pared del canchón.

“Tú no querías que nadie me llamara señora. Pero como te reías diciéndomelo todo el tiempo. Cada vez que sonreías, era como estar bajo el sol y yo no me quemaba…” Pensó ella mientras le daba un empujoncito a la pelota con el pie hacia el chiquillo despeinado y tostado por el sol que la miraba expectante. La pelota rodó lentamente hasta estar en los pies del niño que le sonrió murmurando un gracias entre dientes y se daba la vuelta para correr con sus amiguitos. Se giró apenas y se despidió con una mano. “Y cada despedida, te girabas tres veces a verme antes de llegar a la esquina de mi casa. En cada una levantabas la mano, me decías chau con los labios, me mandabas un beso volado y seguías caminando mientras ensayabas algún paso de baile que te acababas de inventar…”

El niño se giró hacia sus amigos y siguieron jugando. Ella se acomodó los lentes en la cara. Se abanicó apenas porque el aire estaba pesado y el sol caía incandescente sobre el suelo de cemento. El ambiente era casi irrespirable y con el cigarro en sus labios, sintió el deseo de tener un fósforo para encenderlo, fumar profundo, botar esas bocanadas de aire y dibujar aros.

“No puedo quejarme… Yo misma no he sido fiel a mis propias emociones. Cada vez que te recuerdo siento que algo se parte dentro, así que he mantenido hasta tu nombre apartado de mí. He eliminado a nuestros amigos, me aparté de tu familia e incluso de la mía para evitar que me pregunten por ti. Mantuve en secreto todo este tiempo como estaba y hasta me cambié de ciudad, inventando que había conseguido un trabajo mejor pagado… pero me engañé… engañé a todos.”

Se sentó en una banca del parque. Se quitó la bufanda que cubría su cuello solo para mirarse a sí misma esa enorme y fea cicatriz que cruzaba parte de su mentón y se hundía por en medio de su pecho. Solo para recordarse que esa noche ella conducía y él iba detrás, hablando por teléfono. La moto tambaleó un par de veces con duda y ella solo podía mantener el control apenas. Frenó suavemente para decirle que debía dejar de hablar al celular a quien sea que le llamaba porque eso la ponía nerviosa. Él se rió y guardó el teléfono. La abrazó por la espalda mientras ella retomaba la marcha… Ninguno de los dos reparó en los agujeros de la pista ni en el camión que cruzaba el óvalo. Ninguno de los dos tuvo tiempo de una palabra más…

“No soy señora…” Volvió a retomar sus pensamientos mientras pasaba a los niños jugando con la pelota y cedía por fin a entrar a una tienda a comprar cerillos. “Jamás lo seré…”. Ella apretó los dientes en cuanto entró a la tienda para mirar a la dueña que veía una novela tonta en televisión. La mujer se giró hacia ella y le miró con media sonrisa amable. Ella se obligó a sí misma a hablar. A pedir algo en voz alta. Casi no reconocía su propia voz. Pagó. Salió fuera. Encendió un cerillo y prendió su cigarro mientras se alejaba de los críos que gritaban un gol fallido y los otros se quejaban.

“No tendremos hijos… ni un departamento en la cima de un edificio, con terrazas gigantes. No cantaré jamás… y tú no tocarás la guitarra… y todo, absolutamente todo es tu culpa…”

Fumó profundo mientras se alejaba con una nube negra sobre su cabeza que relampagueaba y llovía mientras todo a su alrededor era sol y verano. Debajo de la sombrilla solo estaba la bruma del humo de cigarro, que la rodeó como si la extrañara por todo ese año que no había vuelto a fumar.

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