sábado, 19 de junio de 2021

Sesión XIV - Dormach

 Yo te vi suspirando como si nada pasara, como si sencillamente una sensación de alivio atravesara tu cuerpo de lado a lado, calentando tu espíritu después de tremenda situación. Yo te admiraba, tu aplomo, tu fuerza. Eras grandiosa a pesar de la ropa pequeña y simple que llevabas, pantaloncillos cortos de jean y una camiseta pequeña que dejaba tu ombligo al aire, toda mojada, y tú estrujando tu largo cabello, dejando que el agua escurriera entre tus dedos límpida y pura. Tus ojos se volvieron a mí de repente y, con esa expresión que tendrías para mí a partir de ese momento, me miraste con una sonrisa ladeada. 

– ¿Qué miras, idiota?– me dijiste con la misma burla en tu mirada, mientras tirabas tu cabello húmedo hacia atrás, orgullosa y soberbia. Nunca terminé de entender porque me tratabas así, ni porque me mantenías a tu lado a pesar de todo. Quería creer, en ese momento, que era alguna clase de enferma necesidad visceral que te retorcía en las entrañas hasta hacerte vomitar, quería creer que me necesitabas.

–Me salvaste la vida…– farfullé nervioso. Me miraste otra vez con burla en esos ojos violetas, como si no esperaras que yo supiese hablar. –Gracias.

–No creas que lo hago por ti. Todos tenemos algún interés en las cosas que nos rodean y resulta que ahora tu presencia se me hace conveniente.

No quise preguntarte porque. Simplemente me encontré mirándote maravillado. Eras excepcional. Esa clase de mujer que no había visto en centurias, en todos estos largos y aburridos años que pasé conminado sobre la tierra hartándome de los humanos y sus extrañas costumbres que, a pesar del tiempo, parecían no cambiar. Y yo, inmortal aburrido, tenía la costumbre de ensayar mi despedida todas las noches al borde de una fogata, intentando decidirme por fin a abandonar esta paupérrima vida a la que estaba condenado por mi error, hasta que, justamente en esa noche en que yo ya me había decidido, apareciste tú… con esa sonrisa de sorna dibujada en tu rostro, tus ojos saltones y nada llamativos fuera del color inusual que tenían y tus extremidades peculiarmente largas de piel casi amarillenta. Te lanzaste hacia mí, evitando que me quemara en el fuego y me consumiera convertido en cenizas, y ambos rodamos por una pequeña pendiente hacia el riachuelo que corría cercano en el que nos mojamos hasta apagar las llamas que me habían encendido ligeramente y enfriar las pequeñas quemaduras en tu cuerpecito descubierto.

–Levántate– me dijiste a una orden, con voz suave pero no menos agresiva –tenemos trabajo que hacer.

– ¿Trabajo? – dije yo, confundido. ¿Te habrías lastimado la cabeza en la caída y por eso hablabas conmigo con esa soltura casi suicida? ¿Con quién creías que estabas tratando? – ¿Tú y yo? ¿Trabajo juntos? ¿Acaso no sabes con quién estás hablando?

–Claro que lo sé– me miraste con un deje de petulancia, cuadrando los hombros y fingiendo seguridad en cada palabra. Me dio algo de risa pero me contuve hasta que terminaste de hablar. –Eres Dormach, el demonio de la Duda. Capitán de las Huestes de Belial. Un demonio mayor. Te echaron del infierno y por eso vagas por la Tierra.

Otra vez la fascinación me colmó. Sonreí maravillado al verte y sin pensarle me levanté velozmente hasta donde tú estabas. Olías a humano. No podías ser esas bestias vampíricas o licanas. Temblabas ligeramente pues, a pesar de tu carácter jovial y la seguridad que parecías irradiar a tu alrededor, me temías. Estaba casi contento. Casi. ¿Pero, que quería una chica como tú de alguien como yo?

–Pareces bien informada– Te dije con una sonrisa que intenté que no luciera aterradora. De todos modos te estremeciste, claro que recompusiste tu rostro rápidamente y me devolviste la sonrisa.

–Mira, demonio, yo doy las órdenes a partir de ahora, ¿ok? – Me pregunté cómo podrías ser tú quien diera las órdenes si parecías absolutamente inofensiva. Disimulé una carcajada tosiendo en dirección del fuego y evitando tu mirada.

– ¿Y cómo sería eso posible si sabes que nadie tiene el poder sobre nosotros? – TE sonreí nuevamente. Te encogiste de hombros inocentemente y volviste a devolverme la sonrisa en respuesta. De un bolso que yo no había visto hasta ese momento extrajiste algo. Una copa, una inofensiva copa en tus manos. Suspiré. –Bien, es una copa…

–No cualquier copa– Me la mostraste, acercándote a mí peligrosamente –Solo es una que para ti resultaría mortal. Es la copa de Cristo.

Suspiré en asentimiento. Toda la admiración que sentía por ti hasta ahora se empezaba a desvanecer poco a poco. El alivio cruzó tu rostro en un segundo para luego volver a su imagen de chica dura al siguiente. Guardaste la copa y me miraste fijamente.

–Marchamos al inframundo. Muévete ya.

Suspiré nuevamente. Parecía que estabas acostumbrada a conseguir todo lo que querías y supuse que fue así como la Copa estaba en tus manos. Un instrumento que llevaban buscando cientos de años y resultó que una chiquilla insignificante la tenía en su morral. Casi me dieron ganas de reír pero eso podría haberte ofendido así que, me guardé mis comentarios porque no quería morir pronto.

La entrada al inframundo no estaba lejos. A decir verdad, cualquiera de nosotros puede llegar rápido si lo desea, abrir un… portal, como le llaman los videntes. Se necesitaba pequeñas caídas de agua, un demonio que quisiera volver y esperar que no hubiera nadie del otro lado queriendo patear tu trasero. En tu caso, pensé, que eso no sería difícil. Con esa personalidad hubieras podido competir con cualquiera de las zorras súcubos del harén del jefe.

Relativamente cerca, una pequeña caída de agua nos dio la oportunidad que tú buscabas. Con la mano derecha levantada en alto, dibujé un pentagrama en el aire y éste se quedó grabado en fuego abriendo una especie de “ventana” al otro lado. Mi mirada se tornó algo complaciente. Te vi con un gesto que decía “después de ti” pero negaste categóricamente. Con resignación, me puse de rodillas, para ingresar a través de ese pequeño agujero, no sin cierto esfuerzo. Y al momento aparecí, como atravesando una pared invisible, del otro lado en donde afortunadamente no había nadie más que unas lenguas de fuego danzando alrededor de algunos condenados en el círculo de los suicidas. Lindo sitio para aparecer… Seguramente te gustaría.

Viniste casi detrás de mí. Con maldiciones y algunos raspones en el cuerpo, te levantaste muy digna y me miraste, como empujándome a llevarte a algún lugar. Me crucé de brazos. No podía adivinar el pensamiento de las personas, ¿o sí? Bueno, era una ventaja en los demonios el poder meterse a la cabeza de los seres humanos, pero en tu caso era diferente. Tú tenías la copa.

– ¿A dónde? – te dije con mi sonrisa mas glacial.

– ¿Dónde llevan a los recién llegados? – me dijiste con urgencia.

–Pues… a juicio.

–Llévame allí– me exigiste con voz oscura y los ojos fijos.

Me encogí de hombros. Caminamos a través de senderos oscurecidos y repentinamente calientes. Sudabas, te pasabas la mano por el rostro y enjugabas tus mejillas y frente con un pañuelo sucio que metías y sacabas constantemente del morral que colgaba de tu espalda. Pasamos por la entrada del círculo infernal y observaste con curiosidad y aflicción a los hombres y mujeres que colgaban de árboles secos y muertos. Sus ramas en todas direcciones, se agitaban hacia los lados como movidos por extrañas corrientes de aire que no eran más que geiseres de vapor alquitranado y sulfuro que explotaban de cuando en cuando de los pequeños volcanes cercanos. Tu rostro estaba contraído en una mueca de pena. Mirabas con compasión a los condenados. Me volví a mirarte en cuanto te detuviste un segundo a mirar a un chico que no parecía tener más allá de doce años y que se balanceaba al compás de los aleteos de los cuervos que se lo comían pedazo a pedazo. Sus manos temblaban, no tenía ojos. Alzaste una mano para tocar sus pies desnudos y convertidos en carne hecha jirones sangrantes que goteaban al suelo.

Compasión. Ese era otro de los detalles que me atrajo de ti. Podías ser una mandona, soberbia y orgullosa humana con una copa sagrada en tus manos, detestable hasta tu código genético y muy antipática, pero… parecía que tenías un corazón después de todo.

–No lo toques…– dije con voz imperativa. Me miraste, medio molesta, aún con la mano estirada.

– ¡Es solo un niño! – gruñiste a voz baja. Volviste tus ojos hacia él y otra vez la compasión se dibujó lentamente en tu cara – ¿Qué mal podría haber hecho un niño para estar aquí?

–No sé si te has fijado en donde estamos, jovencita…

–Dime “Z”… – respondiste, sin quitar los ojos del chiquillo.

–Bien, Z… no estoy seguro si sabes bien donde nos encontramos. Este lugar no es… el mejor lugar de todo este valle. Así que mira a tu alrededor… Si quieres llegar hacia donde se realizan tales juicios, mas te vale ponerte a caminar.

Miraste y tus ojos se agrandaron por la sorpresa. No era solo un bosque sencillo, ni pequeño. Era una enorme jungla de árboles y cuerpos que colgaban. Sin vegetación, los condenados parecían ser los frutos de aquellos arbustos, ondulándose para que sean cogidos por alguien que quiera comérselos. Retrocediste un par de pasos. Me acerqué a ti, te tomé por un brazo y casi te arrastré por en medio de los árboles, en un camino que solo alguien como yo conocería.

–No veas…– dije con voz suave a tu oído. Tus ojos lilas se pegaron a los míos, me miraste casi con sorpresa y luego te recompusiste, pero no te apartaste de mí.

– ¿Qué es esto? – tu voz era un hilo. No reconocí en ti a esa joven fuerte que me obligaba por el poder de la copa a estar a su lado. Suspiré con pesar.

–Es el infierno de los suicidas. Están condenados a pasar la eternidad siendo alimento de cuervos, atados a esos árboles y soportando el hedor del azufre de los pozos de brea. Muchos de estos fueron enviados aquí por mí– sonreí con autosuficiencia. No era que me sintiera orgulloso de mi deber como Demonio de la Duda, si no que… bueno, habían muchos. Millones. Y la mayoría de ellos me pertenecían.

Caminamos en silencio un largo rato. Ella mirándome, pensativa. Yo arrastrándola. No me había dado cuenta que no la había liberado de mis manos hasta que ella misma suspiró, deteniéndose. Me tocó dulcemente y se apartó de mí. No dijo más. Yo, algo avergonzado – ¿era posible que alguien de mi categoría y naturaleza se avergüence? – seguí el rumbo que mis pies marcaban. Llegamos al borde de ese círculo y observamos, desde lo alto de una montaña una pequeña ciudad que se veía ridículamente moderna en medio de tanta… desdicha. Me miraste, como esperando a que yo te dijera que era el lugar correcto que tú estabas buscando y yo, tácitamente comprendiendo tu intención, asentí con suavidad. Entonces, como me imaginaba que iba a suceder, bajaste corriendo por las laderas, rasmillándote con cuanto podías hacerlo, arrastrándote, llenándote de tierra, y demás. Te miré cansinamente y luego atiné a rodar los ojos de aburrimiento. Usando mi poder ilimitado en el inframundo, con un chasquido de mis dedos aparecí delante de ti frenando repentinamente tu carrera, te tomé por un brazo y mis dedos volvieron a tronar hasta que estuvimos de regreso al lugar donde estábamos.

Me miraste con una furia asesina. Sin hablar, te señalé una entrada en las rocas, algo que nadie hubiera podido notar, salvo yo… y algún que otro curioso que haya pasado por aquí antes. En realidad, estos eran mis campos, así que… nadie más tendría pase libre. Y yo, sonriéndote mientras caminábamos hacia allí y tú simplemente te quedabas quieta, como una niña caprichosa.

Adorable, aún con esa mueca de enfado en el rostro por haberte arrastrado por los campos de los suicidas y ahora por haberte detenido en tu apresurada huída hacia lo que hubiera sido tu perdición. Casi sin hacerte caso, caminé a paso lento hacia las profundidades de la caverna, contigo pegada a mis talones. En la oscuridad, abrí la tapa de un pasadizo que bajaba a unas escaleras que se metían en las entrañas del Inframundo. Te hice un ademán para que pasases primero pero la desconfianza se pintó en tus ojos otra vez.

– ¿Por qué por aquí? – Me dijiste con resentimiento al tiempo que me hacías un gesto con una mano para que yo bajara primero. Sonreí enternecido por muy poco.

–Entrar por la puerta principal significa buscar un juicio. Y dudo mucho que sea eso lo que buscamos, ¿o sí?

Te mordiste los labios y miraste en otra dirección. Bajé por el primer escalón siempre mirándote, pero luego seguí bajando. No quería espantarte más, pero te dejé sola hasta el momento en que solo podía distinguir tu silueta con la ligera luz que había encima. Te encaramaste con duda en el borde y luego bajaste paso a paso. Yo ya estaba abajo con los brazos elevados hacia ti para recibirte. Te tomé por la cintura una vez que te sentí cerca y, con un movimiento delicado, te puse en el suelo a mi lado.

–Ésta es una entrada que solo yo conozco…– te dije con suavidad –a través de las centurias solo yo he usado este pasadizo para llegar allí donde tú quieres llegar. Estará oscuro y es mejor que esté así porque no creo que quieras ver lo que hay por allí.

– ¿Tan malo es?

–Ni malo ni bueno… – sonreí sin que lo notaras –solo… diferente.

Silencio. ¿Te habías espantado?

– ¿Z? – dije yo, pensando en que tal vez te habías perdido y caminé de regreso, puesto que había estado avanzando ya, solo para darme cuenta que tú te habías quedado atrás. Te puse una mano en el hombro y diste un salto del susto, con su respectivo estremecimiento. Encantadora… Sonreí –Solo soy yo…

– ¡Lo sé! – Respondiste con cierto enfado, como si lamentaras haberte espantado –es solo que… ¡no te oí alejarte! Ni caminar, ni nada. Resulta que no haces ruidos o algo parecido como para saber si sigues allí o no.

–Bien, toma mi mano.

–No.

–No seas tonta. No muerdo– Sí que hacía mucho más que eso. Morder, torturar, matar, comerme a los sobrevivientes pedazo a pedazo. No era algo que fueras a enterarte en ese momento, aunque tampoco estaba luchando por ganarme tu confianza. Pateé unas piedrecillas detrás de ti y te asustaste tanto que el sonido te lanzó hacia mis brazos como si tuvieras resortes en el cuerpo. Me reí pero no tenía la mínima intención de alejarme de ti, al contrario de ti, que parecías haber chocado contra un cerco electrificado porque quisiste escapar de mí inmediatamente. Te sostuve fuertemente. Te tomé de la mano, palpando toda la distancia de tu brazo en la oscuridad, sintiendo que esa piel joven y dorada era la más exquisita que hubiera tocado antes –ven, o te perderás– caminamos unos pasos mientras yo sentía tu temblor –conversemos mientras tanto.

– ¿No puedes hacer esa magia de pasar de lado a lado rápidamente? ¿Como hace un rato? – me urgiste y sentí que tu mano intentaba forcejear para escaparse de la mía. Apreté más fuerte.

–No.

– ¿Por qué?

–Este lugar tiene marcas que evitan la magia demoniaca.

–Me estás mintiendo.

–No.

– ¿Cómo sé qué no?

–Saca tu copa y hazme jurar por su poder, verás que no miento.

– ¿Y cómo sabré si me estás mintiendo?

–Es la copa de Cristo, Z. Así estemos en el infierno estamos obligados a prestar obediencia a los Objetos Sagrados. Lo que no evita que me pregunte como fue que la conseguiste.

–Es un… préstamo– dijiste con resentimiento, como si temieras revelar demasiado – ¿Y por qué no se puede hacer magia aquí?

–Porque yo no quiero– me reí levemente –y eso es algo que no se pueda discutir.

Silencio otra vez. Si no fuera porque te tenía tomada de la mano pensaría que te había perdido de nuevo, aunque, bueno… en cierto modo te había perdido. El hilo de tus pensamientos había desaparecido. Pero de pronto hablaste otra vez.

– ¿Por qué no me dejaste tocar a ese niño en el árbol? – tu voz era un hilo que apenas si podía oírse. Suspiré.

–Ellos no merecen compasión.

– ¿No? ¿Por qué?

–Son suicidas… ¿acaso no sabes lo que pasa con los suicidas? Se van directamente al Infierno.

–Sí, lo sé.

–Pero nadie debe tocarlos una vez que llegan. Ni demonios ni… nadie más, como tú– No sé porque me sentí tan ansioso. Intenté respirar con calma y luego intenté mantenerme tranquilo unos segundos –Si alguien los toca, toma su lugar y ellos se liberan. Y tú te hubieras quedado allí, en lugar de ese niño suicida, por toda la eternidad siendo devorada por cuervos…

Sentí que te estremecías otra vez. Bien, esta vez no tuve cuidado en asustarte más de lo que ya deberías estar solo por el hecho de pasear en el Inframundo. Ya faltaba poco, así que bajé tus manos al contorno de mi camiseta de algodón y dejé que la sostuvieras. Caminé unos cuantos pasos y allí estaba la otra trampilla que levanté con cuidado, levantando una nube de polvo a nuestro alrededor. Estornudaste.

La débil luz que cayó entre nosotros mostró el cielo gris que todo el Infierno posee. Tus dedos se alejaron de mi ropa y tus ojos se acostumbraron a la luz nuevamente al tiempo que yo subía por la escalera y te esperaba arriba. Una vez fuera, ambos miramos a nuestro alrededor. Estábamos en una sección de los edificios, una sección muy abandonada. Parecía un sótano o un depósito en donde columnas tras columnas de estantes se elevaban una al lado de otra. Yo tenía muchos años fuera, así que me costó un segundo reconocer todos estos cambios. Con una sonrisa no pude menos que aceptar que la civilización humana del siglo XX había ayudado en algo a mantener un mejor orden en este lugar.

Cuando me di cuenta de estos detalles muy pequeños, noté que tú habías desaparecido. Corrías por en medio de los estrechos pasillos. Con otro suspiro te di el alcance en poco tiempo, pero tú ya buscabas en un enorme archivo de papel nuevo y brillante. “Ingresos Recientes”. Cientos de miles de nombres ordenados con una precisión muy semejante al Paraíso.

– ¿Qué estamos buscando? – te dije con tono jovial. Me miraste apenas, gruñiste algo ininteligible y seguiste rebuscando.

Pero no respondiste nada. Seguiste encerrada en tus pensamientos como si yo no estuviera presente, como si me estuvieras ignorando o como si yo te estorbara e intentaras hacer que desapareciera solo con no hablarme. Me dediqué a pasear de un lado a otro, caminando detrás de ti y luego alejándome un poco más. Llegué hacia lo que parecía ser la puerta que llevaba a pisos superiores, la observé por un largo tiempo.

Sin duda, yo había estado demasiado tiempo alejado del Inframundo como para darme cuenta que las cosas habían cambiado lo suficiente para que yo no reconociera lo esencial. Tardé unos minutos en darme cuenta que esa era la salida para el Juzgado Principal de todo el Infierno. Aquí llegaban los asesinos más corruptos, los presos políticos, los sanguinarios estafadores. Imagino que también llegarían aquellos narcotraficantes que últimamente se habían puesto de moda. Suspiré. El olor fétido de la muerte se sentía incluso hasta en esa entrada. Me dediqué a pasear y luego a observar los archivos que estaban más cerca de la puerta. Encontré algunos que me eran muy conocidos gracias a mis años sobre la tierra. La historia hablaba mal de ellos aunque hubieran tenido ideas excelentes. Me daba igual, ninguno de ellos saldría de aquí jamás.

– ¿Dormach, donde estás? – Escuché tu vocecita llamando mi nombre. Alcé la vista de los papeles que veía. Un hombre muy interesante que nada tenía que ver con este lugar. Sin embargo tenía el sello Imperial de Castigo Supremo que solo tenían reservado para algunos cuantos.

Apareciste velozmente a mi lado y luego me miraste con cierto regaño, como si fuera un niño pequeño que se alejaba de su madre y esta lo encontrara después hurgando en el bote de la basura.

–No te alejes de mí…– me dijiste con severidad. Luego pusiste los ojos en los papeles que tenía en mis manos. Me los quitaste. – ¿Cómo has encontrado esto?

–Curioseando. Tengo años sin pasarme por los archivos así que…

–Dame eso– Me arrancaste los papeles de las manos y los miraste. Tus ojos se abrieron sorprendidos, casi saliéndose de sus órbitas. – ¡Lo encontraste!

–Encontré a… ¿Quién?

–A mi padre…

No pasaron muchos segundos. Una puerta en el piso superior se abrió y se oían los pasos de varios que venían. Tomé el archivo de sus manos para regresarlo al lugar donde lo había encontrado pero tú sacaste algunos papeles y los escondiste entre tus ropas. Te arrastré hacia atrás de unos estantes y nos quedamos en silencio. Tú estabas asustada y temblabas como un gatito recién nacido, pero tu aplomo era suficiente para mantenerte en pie, a mi lado, casi pegada a mí. Mirabas con un odio insano a esos que habían bajado. Yo me quedé mirándote al detalle, embobado. ¿Qué tenías tú que podía llamar tanto mi atención? ¿Tal vez ese arrojo? ¿Esa manerita tuya de querer controlar todo? Pero, me obligué a volver los ojos hacia donde tú veías con tanta insistencia y descubrí, no sin cierta sorpresa, que allí mismo estaba uno de los Jueces, y por cierto Demonio Mayor, Alastor, el ejecutor. Pero no estaba solo y, eso era lo sorprendente, venía con su hermano.

Alguna vez me preguntaron a mí porque Alastor siempre se cubría el rostro. Todos pensaban que era porque él tenía una de las mejores tareas que Baal le había dado, ser el Verdugo de los peores malhechores que llegaran. Pero, yo logré descubrir el porqué, aunque jamás lo dije. Alastor era el hermano gemelo de Azrael, el ángel de la Muerte, aquel que se encargaba de recoger las almas de aquellos que morían en la tierra y ocuparse de entregarlas a uno y otro lugar.

Pero, ¿Qué hacía Azrael en el infierno? Y sobre todo, ¿qué hacía con su hermano caminando por los Archivos de los Juzgados?

Ellos hablaban y parecían casi estar seguros de que nadie los oiría.

–Entonces lo mataste…– decía Alastor a su hermano, quitándose la capucha que su rostro cubría.

–Sí– respondía el otro con el mismo tono de voz. Fueron directamente al lugar donde estaba el Archivo que nosotros habíamos dejado. –Mario Nara… el mismo. No hay duda de que lo traje conmigo directamente.

–Su archivo está casi limpio, salvo por algunos detalles. Lo notarán. Se darán cuenta que estamos poniendo especial atención a éste y verán que hay algo irregular.

–No si haces las cosas lo suficientemente rápido como para que no lo sepan, Alastor. Nadie ha dudado antes de mí en ningún lugar, soy el ángel de la Muerte. Si lo llevas a condena lo más rápido posible, nadie hurgará entre los papeles porque así es como se hacen las cosas aquí.

Alastor asintió. Dejaron los archivos y salieron rápidamente, no sin antes oír unas sirenas que sonaban fuertemente. Los dos hermanos se miraron y luego, después de Alastor cubriera su rostro, salieron velozmente por las escaleras. Un suspiro de alivio cruzó mis labios. Te miré. Tú estabas tensa, iracunda, fría. Tenías las manos ajustadas en puños y tan fuertemente que la piel sobre los nudillos estaba casi blanca.

– ¿Z? ¿Estás bien? – dije, como si en verdad me preocupara. Pero… en verdad me preocupaba. Sacudí de tus hombros y tú alzaste la mirada, clavaste tus ojos en mí y luego bajaste la vista.

–Azrael… y Alastor son… ¿hermanos gemelos?

–vaya verdad, ¿no? –Sarcasmo puro en mis palabras. Que divertido.

– ¿Por qué suenan las sirenas?

–Porque acaban de descubrir que hay un humano en el Infierno– respondí tomándote de la mano y saliendo contigo hacia afuera de los Archivos a la carrera –Así que… ahora tenemos que ir hacia un lugar y ¿ese lugar es?

–El tercer Departamento de Juicios Absolutos, Oficina 105. Tercer Piso… – Tu voz parecía al final una pregunta cuando levantaste tus ojos hacia mí luego de leer el papel que tenías entre las manos, como si no supieras a que se refería todo eso, pero yo sí. Ah, yo era un demonio y conocía cada parte de este lugar.

–El Juzgado de los peores condenados que llegan aquí. ¿Por qué, Z? ¿Qué hace tu padre aquí si su hoja de vida está casi limpia?

–Ya has oído a Azrael… y a Alastor. Es algo “irregular”.

Tú también tomaste mi mano y la apretaste con fuerza. Las sirenas seguían sonando en todos los complejos y buscarían al humano que yo tenía conmigo.

Caminamos por algún tiempo, escondiéndonos entre los pasillos. Me miraste serena y luego, una ligera sonrisa se dibujó en tu rostro, como si fueras un gato haciendo una travesura. Confuso. ¿Acaso escondías bien el miedo que sentías dentro de tu propia máscara que llevabas por cara? Te seguí por unos instantes hasta que encontramos una oficina medio vacía en la que nadie nos prestó atención. Me urgiste que llegásemos a ese lugar y yo, encogiéndome de hombros, decidí guiarte. Cuando salimos de esa oficina otra vez, el lugar estaba repleto de demonios Guardianes. Por extraño que parezca, ninguno de ellos tenía la apariencia demoniaca que se suele observar en el Inframundo. Todos vestían como policías. Todos tenían la forma humana, pero ninguno tenía una característica diferente del otro. Tan extremadamente iguales que hasta me provocaban náuseas. ¿Otra grandiosa idea de Baal? ¿Hacer que todo se parezca al mundo Humano para que sus próximos Huéspedes se sientan cómodos y no sientan el horror real que deberían? O era que tal vez la fuerza policial humana les daba tanto miedo a los mismos humanos que lo hacía como para imponer respeto. En fin, no importaba. La cosa era llegar a ese Juzgado antes de que los encontraran.

Corrieron otra vez entre los pasillos. Una multitud de demonios miraba a través de unas ventanitas hacia adentro de un salón completamente recubierto de tapices y alfombras rojos. Entre los asientos que había en la parte de atrás, estaban las almas que esperaban la condena de los Jueces entre los que se encontraba Baal, El que reinaba en la zona Oriental; Astaroth, El que presidía el Occidente; y un tercer juez de quien obviamente no podría olvidarme jamás… Lucifer… El señor de todo cuanto conocíamos en estos lugares. Cada uno con una característica muy interesante. Tú te quedaste viendo fijamente a Astaroth, con su cuerpo desnudo, hermoso y sus piernas y manos de lagarto. Sus hermosas alas afiladas, cerradas sobre sí mismas. Baal, como un puerco, sentado y con sus cientos de moscas dándole vueltas alrededor… que horroroso espectáculo. Nunca comprendí como era que Lucifer soportaba a este demonio, y además lo llamaba “su general”. Y él, Lucy, impecable… con un traje blanco, con el cabello engominado hacia atrás, fumando un puro con la mayor de las calmas.

No solían venir mucho por aquí aquellos tres. Solamente en ocasiones especiales. Pude distinguir que al salón entraban esos dos, Alastor y Azrael, y ambos se sentaron detrás de un hombre de mirada perdida. Te toqué un hombro, tú te giraste rápidamente y seguiste la dirección de mi mirada. Te tensaste. Entonces a él es a quien buscas.

Nos levantamos despacio, confundiéndonos entre los demonios que observaban los juicios. Yo te cubría con mi cuerpo la mayor parte del tiempo pero, lamentablemente, uno te tocó y sintió el palpitar de tu corazón. Desesperado, este demonio menor se puso a gritar y los otros le siguieron. Te miré con sorpresa. Era hora de empezar a correr.

Corrimos de un lado a otro, escondiéndonos entre pasillos y pasillos, y buscando la entrada a esa oficina donde estaba el hombre esperando a su juicio. Pero venían demasiados detrás de nosotros. Nos rodearon, nos miraron. Obviamente nadie me reconocería a mí porque no era tan importante pero tú… era a ti a quienes ellos querían. Probar la carne humana viva… saborear el salado de la sangre en sus bocas babeantes. No… no podía permitir eso mientras tuvieras la copa y la usaras conmigo.

–Saca la Copa…– te dije muy bajo. Tú me miraste sin comprender –álzala hacia ellos y ordénales que olviden todo.

– ¿La Copa es así de poderosa? – me preguntaste dudosa. Suspiré. No era posible que mi poder esté haciéndome esto ahora mismo. Gruñí algo en otro idioma, algo que era muy parecido a una maldición. –ok, ok… lo siento. Sé que es así.

–No tengas dudas ahora, ¿quieres? Mi personalidad es muy… influyente, pero no dejes que ataque a ti.

Asentiste. Sacaste la copa y la levantaste en alto. Los demonios retrocedieron, aunque su número había aumentado en apenas unos segundos, todos mantuvieron sus vistas fijas en la Copa. Como jugando, la moviste de un lado a otro y todos se movieron al compás de tu mano. Era gracioso. Como ver a los gatitos en una tienda de mascotas, fijando sus ojos en un juguete. Me reí levemente pero yo mismo me sentí tentado a mirar. Me contuve y cerré mis oídos cubriéndolos con mis propias manos.

–Soy la portadora de la Copa de Cristo– empezaste diciendo con un tono extraño de… autoridad. Todos oyeron, incluido yo a pesar de que me estaba tapando los oídos –y les ordeno a todos que salgan de esta habitación, a todos los que están viendo fijamente la copa.

Uno a uno, con las bocas babeantes aún, abandonaron el pasillo lentamente hasta quedar solamente tú y yo, y alguien más a quien no había visto por lo menos unos cincuenta años. Forneo…

Tenía una apariencia de reptil marino, sin pies, con una enorme cola de pez por piernas que le mantenía levantado sobre su esbelto cuerpo cubierto de escamas. Sonrió, y sus dientes afilados como los de un tiburón se desplegaron al descubierto, hambrientos.

–Dormach… tanto tiempo sin verte…– dijo con calidez.

–Forneo…– dije yo, a modo de saludo, sin dejar de mirarlo y sin dejar de cubrirte con mi propio cuerpo. No tuve resultados porque él fijó su vista en ti casi instantáneamente.

–Ahora llevas bocadillos contigo… que práctico.

–No… es solo que…

–Te usan invocando el poder de la Copa, lo entiendo. Imagino que tendré que matarle antes de que llegues al salón de Lucy y los demás. No les va a ser agradable verte allí dentro con… eso…

–Por Lucifer, Forneo. Necesitamos tu ayuda…

–Sí, lo sé…– suspiró el demonio con agrado. Te volvió a sonreír y tú saliste a su vista completamente. –Hola… Z. – Parpadeaste un par de veces, pensando en que tal vez no había forma de que él supiera tu nombre, pero… lo había leído de mí. –Soy Forneo, Marqués Infernal que instruye para la resolución de problemas graves… y veo que tu padre… ahmmm… Mario Nara, está en problemas ahora mismo. Me sorprende que hayas visto a Azrael y a… Alastor? ¿Son hermanos? Wow…

–Al punto, Forneo…– gruñí inaudiblemente. Él se rió.

–Sencillo. Los introduciré yo. Una vez dentro tienen que ingeniárselas para llevarte al tal Mario. A partir de allí ya no puedo hacer nada por ustedes.

–Pero… ¿Cómo saldremos? – dijiste alarmada. Yo sonreí y él también.

– ¿Andrialfo está dentro? – Le pregunté y él asintió –Entonces el problema está resuelto.

El plan se llevó a cabo tal y como Forneo lo había vislumbrado. Entramos. El salón era enorme y, los demonios que había allí vestidos de guardias, nos miraron con cierta sorpresa. El demonio pez que nos guiaba, se dirigió directamente a Lucifer, que parecía aburrido con la escena justamente en el momento antes que tu padre fuera llevado al estado. Alastor y Azrael me miraron a mí y luego a ti sin comprender nada.

Lucifer te miró. Me dieron ganas de pararme delante de ti y protegerte de su mirada pero no debía moverme. No debía llamar la atención.

–Mira a quien tenemos ante nosotros, Lucifer, Príncipe de los Príncipes…– La voz de Forneo tenía ese tinte de sarcasmo que hubiera podido sacar de sus casillas a cualquier otro demonio, pero Lucy era diferente. Suspiró cansinamente y alzó la mano hacia Forneo para que continuara –Dormach, nuestro comandante de las Legiones del Sur, aquel que fue echado del Inframundo por inocular su virus de la Duda en medio de las Huestes… Lo encontré vagando por aquí y acompañado de una deliciosa… fragante… y pura hija de los hombres.

–Es la humana que se ha inmiscuido en mi reino…– sentenció Lucifer, con voz potente y calma. Hizo un esfuerzo enorme en mirarte. –y Dormach la ha traído ante mí, ¿cómo ofrenda para volver al Inframundo?

–Señor…– bajé la mirada. Tenía tantos deseos de tomarte de la mano y arrastrarte junto a mí, pero no pude moverme. –La Copa Sagrada está obrando su poder sobre mí, Señor… No puedo hacer nada más que obedecer al Portador… –los ojos de Lucifer se movieron a mí, Astaroth hizo lo propio, alzó las manos y luego habló a voz en cuello, quejándose de la inocencia de los demonios que vagaban por la Tierra. Baal, por su lado, se rascaba la nariz de puerco y masticaba sus propios mocos, riéndose de los gritos de Astaroth. Lucifer se levantó de su asiento. El caos empezaba a reinar en esa sala. Los demonios afuera de la misma, los que veían a través de las ventanitas de los lados empezaron a quejarse.

– ¿La Copa se encuentra aquí? – gruñó Lucifer.

–Ella es la Portadora…– dije yo. Me miraste como si te hubiera traicionado, pero yo te guiñé un ojo. Tú sabías que podías usarla en cualquier demonio, incluso en Lucifer y entonces la sacaste, la levantaste en alto y, con esa misma autoridad que te había visto anteriormente, pronunciaste a viva voz.

–Demonios, ¡ninguno se mueva! – Hasta las moscas que volaban sobre Baal se detuvieron en el aire, como congelados. – ¡He venido por mi padre, y me lo llevaré ahora mismo!

Te aseguraste que ninguno se moviera, exceptuándome, por supuesto. Ambos caminamos despacio hasta estar parados frente al espíritu del hombre que tú estabas buscando. Sus ojos cansados se alzaron hacia ti pero no te reconocieron. Tenían ambos los ojos lilas llamativos, pero los de él estaban vacíos de sentimientos. Me miraste con una pregunta dibujada en tus ojos pero yo negué. Habría tiempo para preguntas una vez que salgamos de aquí, si lográbamos salir, claro. Sacaste una pequeña botella de plata de un colgante que llevabas al cuello y abriste la tapa acercándolo al espíritu, justo en el preciso momento en que Azrael decidió atacar. Veloz como pude, salté hacia él y nos enfrascamos en una pelea de puños y patadas. Era fuerte, un Arcángel. Nadie podría enfrentarlo, mucho menos yo, apenas un demonio mayor que no podía compararse a Lucifer o tal vez otro. Felizmente tú pensaste rápido y acercando la botellita al espíritu hasta tocar su frente, este se convirtió en una masa informe de vapor que se movió hacia el pequeño tubito que sostenías entre tus manos. Cuando se hubo metido dentro, cerraste la tapa y regresaste el colgante al medio de tu pecho. En ese momento, recién te fijaste en lo que estaba pasando.

Azrael me estaba dando una paliza. Tenía mi cabeza aplastada con una rodilla en el suelo y en una de sus manos se materializó una espada dorada que estaba dispuesto a clavar en medio de mi pecho. Tú alzaste la Copa en su dirección pero él solo atinó a mirarte y a seguirme golpeando. Ouch… y mas ouch…

–Basta– dijiste con seriedad. Él te miró. Sonrió. Se levantó, dejándome en el suelo. –Te he dicho que basta.

– ¿Crees que puedes mandarme con una Copa Sagrada, Zuhayr? –Dijo él, con voz suave.

–Creo que soy capaz de hacer lo que yo quiera, en el lugar que quiera… y como a mí me parezca– tu voz no se sentía tan segura como tus palabras. Retrocediste un par de pasos en cuanto viste que el ángel iba hacia ti. Yo, me levanté lentamente. Las heridas estaban sanando rápido, pero no lo suficiente como para protegerte.

–Tú, pequeña escoria… has venido hasta aquí para rescatar a tu padre y evitar que el mundo se destruya. ¿No es verdad? Pero no sabes que el mundo se va a destruir de todas formas. ¿Qué puede hacer un cazador y su estúpida hija para evitar lo que nosotros planeamos?

–No lo hubieras matado de no ser que sí podemos hacer algo para evitarlo… – le respondiste valientemente, pero aún así, retrocediendo. Me levanté del suelo y, usando mi energía, liberé de mi mano un cuchillo afilado que, tratando de ser lo más veloz posible, clavé en la espalda del arcángel que se estremeció y cayó al suelo de rodillas intentando quitarse el metal que le abrasaba la carne.

Me levanté. Te tomé de la mano y casi corrimos hacia la puerta. Te señalé a un animalito que estaba en la puerta para que lo liberaras y así lo hiciste. Levantando la copa hacia él, pudo moverse nuevamente y respirar como si no lo hubiera estado haciendo un buen tiempo.

El pájaro nos miró. Aleteó brevemente y luego, pareció inspirar profundamente. Yo le sonreí, le acaricié la cabeza y luego me agaché hasta su altura, tú mirándonos todo el tiempo.

–Andrialfo… – dije con voz suave.

–Dormach…– respondió él con una voz muy varonil. –No me digas… ¿quieres que te devuelva el favor ahora?

–Antes de que Azrael se libere si es posible. – Sonreí con nerviosismo mientras el pájaro veía al Arcángel retorcerse de dolor.

Con otro suspiro, se volvió hacia ti. Y pronto, me miró y sus ojos brillaron. Alas… me empezaron a crecer alas de la espalda, unas alas hermosas y de color gris oscuro. Pero estas solo podían crecerme a mi puesto que tú eras humana. Yo tendría que llevarte.

Te levanté en mis brazos y emprendimos vuelo. Rompiendo una de las ventanas, nos alejamos tan rápido como pude aletear a través del aire nauseabundo del Infierno. Cruzamos todo el valle de los Juzgados, nos acercamos a las montañas, empezamos cruzando el campo de los Suicidas y tus ojos lilas se fijaban en mi rostro.

– ¿Por qué la Copa pareció no hacerte nada a ti, Dormach? – dijiste de pronto.

–Porque yo poseo libre albedrío, Zuhayr… – te respondí sin mirarte –te habría ayudado aún cuando no me obligases a hacerlo.

Inspiraste profundamente. Luego entrecruzaste tus brazos alrededor de mi cuello y acercaste tus labios a mi mejilla para darme un beso delicado. Sentí que ruboricé. Jamás alguien me había dado un beso tan… sincero. Te miré justo en el momento en que bajábamos a aquel lugar en que aparecimos cuando llegamos al Inframundo. Una saliente de rocas y el niño colgado a unos metros de allí.

–Ahora, vámonos…– dije solemne. Con los dedos, dibujé un pentagrama y varios otros dibujos complicados en la roca y esta se abrió como una flor. La imagen de la fogata que habíamos dejado atrás y el pequeño río se dibujó en el centro del pentagrama. –Listo…

En el momento en que nos disponíamos a entrar, algunas docenas de demonios alados aparecieron en el aire liderados por Alastor y Azrael. Te miré con cierta urgencia.

– ¡Pasa ya! – te rugí.

–No me iré sin ti. – me respondiste tú con severidad. ¡Ah! No era momento de ponerse sentimentales ahora que estaba tan cerca de lograr su cometido.

–Vete… yo ya no puedo morir. No me harán nada… y lo que me harán, no se compara con lo que te harían a ti…

De pronto, lanzas empezaron a llover de todas partes. Lanzas brillantes de metal oscuro que caían por los costados. Me desesperé… tú metiste un pie en el pentagrama y luego volviste los ojos hacia mí, con duda. ¡No! ¡¿Justo ahora se te ocurría dudar?! ¡Tenías que irte ya mismo!

Y luego, el tiempo pasó lo más lentamente posible en el Infierno. Una lanza atravesó el aire y yo, no sé cómo, la vi volando en tu dirección. Era imposible que la hubieras visto. Corrí hacia ti y me interpuse en su camino dejando que esta me atravesara la mitad del cuerpo. Mis ojos te miraron, tal vez por última vez. Mis labios dibujaron una palabra en silencio… “vete”…

Y todo se volvió negro.

–Abre los ojos... – escuché un susurro a mi alrededor. Risas, tal vez. Me dolía la cabeza, me dolía el cuerpo. Me dolía allí a donde yo sabía que había sido atravesado por una lanza demoniaca, o tal vez angélica. –Abre los ojos Dormael…

–Ese… no es... mi… ¿nombre? – dije, a modo de queja, pero abrí los ojos lentamente. Algunos niños, otros hombres y uno peculiarmente familiar me miraba desde atrás de mi cabeza. – ¿Dónde estoy?

–En la tierra… – me dijo ese rostro familiar que no lograba reconocer con claridad. –bienvenido…

– ¿Qué de… dem…?– iba a decir algo, algo relacionado con demonios pero no podía pronunciarlo. No podía lanzar maldiciones. – ¿Qué ha pasado?

–Pues… te has convertido en un ángel luego de cuarenta días de penitencia por haber salvado la vida de mi hija. Alguien creyó que serías de ayuda en la guerra contra Azrael y… te enviaron con nosotros.

–Yo, ¿un ángel? – Me levanté. El rostro peculiar era de un hombre mayor con aspecto guerrero. Sus ojos lilas eran lo más llamativo que yo recordaba de una vida pasada. No era posible. La vivacidad de sus ojos no se me hacía familiar. Pero… eso era lo de menos en comparación a la noticia que me había soltado de pronto. Yo, un ángel. Debía ser alguna clase de broma. Aunque… ¿cómo me había llamado?

–Es tu nombre real…– me dijo una voz extrañamente conocida, una mezcla de petulancia y soberbia con un tono agridulce y jovial. Parecía haberme leído los pensamientos. Volví mis ojos en dirección de aquella voz y la vi allí. Parada delante de mí y sonriéndome con sorna. Eras tú… Z. –Tu nombre ahora es Dormael. Dormach ha quedado en el pasado por haber provocado la duda en los Infiernos. Te han ascendido a un puesto superior y… bueno, no sé cuál es tu cargo, imagino que lo averiguarás con el tiempo.

–Confianza…– dije, levantándome y reconociéndote por completo. Te tomé una mano y te sonreí, la alcé hasta mi rostro y la besé. – Soy el ángel de la Confianza…

Sesión XIV - Dormach

  Yo te vi suspirando como si nada pasara, como si sencillamente una sensación de alivio atravesara tu cuerpo de lado a lado, calentando tu ...